sábado, 24 de agosto de 2013

Demasiado cerca

Los hombres increíbles, los hombres extraordinarios, son aquellos que disienten de las tendencias que marca su generación, aquellos que ignoran por completo lo que la gente espera de ellos, tipos que miran al mundo como un objeto extraño e irreconocible y que no tienen el mínimo interés por compenetrarse con su paso. No son fáciles de encontrar. A veces, se encierran de espaldas a la realidad, incluso los hay que tropiezan con ella a cada instante. Este era el caso de Arthur Sorkin, el dandi contemporáneo, el incomprensible diletante amante de los versos más tristes y las juergas más perras, un vividor de lengua afilada y carácter sarcástico, capaz de hacer llorar a una betch.
Arthur Sorkin, de profesión famoso, era un rico estadounidense al que alguna extraña circunstancia le había traído a mi pequeña ciudad. Siempre bien trajeado y con barba de tres días, no podía evitar que las mujeres cayeran rendidas al conocerle, como tampoco podía impedir la firme censura de las que ya habían tratado con él.
Muchas fueron las veces que le preguntaron, “¿Cuándo aparecerás con una chica formal, Arthur?” Él soltaba una risotada, “¿a quién iba a poder amar yo?”, como si la simple idea de un romance le repulsara. Luego imitaba el sonido de un escalofrío, en un intento de desprenderse del mínimo atisbo de sentimiento que se le hubiera pegado a la piel.
Era una persona verdaderamente inquietante. Una noche de Agosto, en una discoteca que había junto al Campo del Príncipe, salió a fumar a la plaza vacía. Se quedó un largo rato mirando a la luna, con ojos de profunda incomprensión, como si esperara que las cosas a su alrededor se diluyeran entre terribles gotas de ácido. Apuró el cigarro y se lo apagó en el antebrazo. “Duele”, me dijo antes de volver adentro. Lo primero que pensé fue que debía de estar loco, pero con el tiempo me di cuenta de que su dolencia era todavía más profunda.
A lo largo de los años llegué a conocer bastante bien a Sorkin, pero nunca aprendí tanto de él como en las conversaciones que no tuvimos, en sus palabras delirantes de borracho, o en las veces que fingimos no vernos. Al contrario que yo, era un ser noctívago, con una enorme dificultad para dormir durante el día. Los domingos por la mañana, cuando iba a por el pan, lo atisbaba entre la multitud, con la corbata deshecha y el pelo despeinado, caminando hacia el Paseo de los Tristes con pasos lentos de plegaria y siempre vista al cielo. Él siempre contemplaba las alturas cuando ya no esperaba nada de lo que tenía enfrente. Solo una vez me atreví a importunarle, por pura curiosidad, y me dijo, señalando arriba: ¿No está el cielo más lejos de lo que cuentan los pilotos?. Yo parpadeé un par de veces y le contesté: depende de lo que consideres como cielo. ¿Y las personas?, continuó ¿no están siempre más lejos de lo que exclaman sus risas?. Desde entonces, decidí no entrometerme en sus paseos diurnos.
A pesar de tantos años y tantos encuentros, no comprendí que Arthur Sorkin era uno de esos hombres excepcionales hasta la última noche que pasamos juntos. Estaba frente a la misma discoteca, esta vez sin cigarro y sin luna a la que admirar, con las manos en los bolsillos dándole patadas a una piedra. En cuanto me vio, me obligó a sentarme en un banco junto a él. Empezó a hablarme de finanzas y nuevos proyectos, de una vida con objetivo y lugares extraordinarios.
–No sé si seré capaz de hacerlo. A veces pienso que estoy demasiado cerca de mí mismo. Eso asusta a cualquiera.
Poco a poco su voz se fue extinguiendo, la discoteca cerró y la noche se quedó vacía. Entonces comenzó a repetir en un susurro: ¿a quién iba a poder amar yo?, y lo dijo tantas veces y con una cadencia tan armónica, que se le olvidó de lo que estaba hablando. Me miró sin reconocerme, o sin reconocerse a sí mimo, y preguntó, en un doloroso momento de revelación: ¿quién iba a poder amarme a mí?

No hay comentarios :

Publicar un comentario