martes, 17 de septiembre de 2013

El último día de Ray Holson

El último día de su vida, la albóndiga conocida como Ray Holson se despertó a la una de la tarde en un sofá de tres plazas y dos millones de gérmenes flanqueado por un pequinés a medio castrar llamado “Pequeño Conan”, una yonqui a medio follar llamada “Pequeña Cindy” y un porro a medio fumar llamado “Pequeño porro”. Más allá, la suciedad y el desorden transformaban su casa en el vientre de un camión de la basura. Jonás engullido por la mierda. Náufrago de su propio caos y prisionero de un cuerpo que daba un nuevo significado a la palabra “sebo”, Ray Holson se incorporó con tranquilidad, depositando con cuidado al pequinés encima de las tetas marginales de aquella adolescente enganchada a las drogas y a los mentirosos con sobrepeso. Paseó su desnudez sobre una alfombra de catálogos japoneses de lencería hasta que encontró su chándal azul celeste con olor a infierno. Convertido en un globo aerostático patrocinado por Adidas, fue a la cocina a prepararse un café. Entonces ocurrió el hecho que cambiaría su vida: no quedaba leche, al menos dentro del tetrabrik donde debía estar. El tiempo se detuvo y el cerebro de Ray Holson se debatió entre tres ideas: penetrar al pequinés, sacar a la yonqui a pasear o bajar a comprar un paquete de leche. El portazo despertó al pequinés, que empezó a lamer, y a la yonqui, que puso los ojos en blanco. 

La coctelera anteriormente conocida como ascensor bajó seis pisos, abrió las puertas y regurgitó a Ray Holson. Éste avanzó por el vestíbulo canturreando Smells like teen spirit como si tuviera el oído que se cortó Van Gogh. En su cabeza empezaban a desperezarse planes que iban desde la dominación mundial hasta la erradicación de la malaria en Nueva York. Y, al salir a la calle, pasó. Pasó la vecina del octavo, Lindsay Morrison, de noventa y seis años, en camisón y sin dentadura, con toda la furia de una suicida en caída libre que se sentía estafada por la vida y la seguridad social, aunque no en ese orden. Había decidido tacharse de la existencia. 

En el vecindario, sólo el pequinés lloró la muerte de Ray Holson.

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