miércoles, 9 de octubre de 2013

El accidente


Mi hermano Tom me convenció demasiado rápido para viajar a la cara más difícil del Mont Blanc de Cheillón, y completar el descenso más peligroso de cuantos habíamos realizado. Tras recorrer las cordilleras de Alaska, el Colorado, Suiza y encargarnos del diseño de las rutas para la primera compañía que organizó heliesquí en el Himalaya, ahora nos enfrentábamos al mayor reto de nuestras vidas. Tanto Tom como yo estábamos sobradamente preparados a nivel físico y mental para la práctica de deportes de invierno en condiciones extremas. Tom, de veinticinco años había sido campeón olímpico de salto en su primera juventud y ahora por culpa de una lesión, se dedicaba a instruir a posibles futuros talentos de siete años en la Federación Estadounidense, y a participar en diversas expediciones a la Antártida pasando ocho meses incomunicado con temperaturas de hasta menos setenta grados (para estudiar los rayos solares y el deshielo fundamentalmente). Por mi parte, Johnny el roba almas de las rocas, así me bautizó un compañero indio en el sur de México tras salvarle de una avalancha, me dedicaba al rescate de turistas en las pistas de los Alpes, Canada, Argentina y Estados Unidos durante todo el año, compaginando este trabajo con el de escritor y columnista en diversas revistas de escalada. Nos subimos en el helicóptero con todo el material necesario. Habíamos proyectado en el mapa una travesía de tres días, íbamos a abrir nuevas vías, trazando con las palas de nuestros esquís sobre un pico nevado con una inclinación casi vertical de noventa grados. A medida que descendiésemos cruzaríamos pueblos, bosques nevados, glaciares y ríos. Nos enfrentaríamos a la montaña, la atacaríamos, respetando su esencia pero luchando por superar cualquier barrera que nos opusiese.
Propulsados por las aspas en dirección al macizo nevado, la sierra se levantaba imponente entre la neblina, y a medida que nos íbamos aproximando a nuestra montaña, fijé la mirada en sus cavidades bajo las nervaduras de roca, intentando fotografiar con la mente el mejor descenso, caídas amortiguadas por colchones de nevazo, el salto perfecto. El viento soplaba del sur a bocanadas de aire helado, haciendo temblar nuestra nave a sacudidas y golpes súbitos de aire. Tom con la mirada perdida en poniente ni se inmutaba, me pareció observar una sonrisa en sus labios apretados por el frío, podría estar rezando o dar gracias al cielo por semejante espectáculo. Cuando las hélices descendieron, las nubes se fueron deshaciendo, hasta convertirse en bolas de humo blanco, que movidas por las turbinas del motor terminaron de esparcirse, y nos ofrecieron todo el esplendor de las cimas, como dientes escalonados de un terrible depredador. Pronto saldría el sol y comenzaría nuestra aventura. Estábamos justo encima de la cima, suspendidos a unos metros de tierra escarpada, en un haz de aspas que nos sustentaban entre la nevisca y la niebla. Mi hermano me miró, y sin decir nada se ajustó las gafas de ventisca que recorrían casi la totalidad de su cara, anudó las ataduras de la mochila al pecho, clavó las puntas de las botas en los esquís y se arrojó al que había sido su hogar desde mucho antes de nacer. ¡Rock an Roll! – Esas fueron sus palabras de despedida al piloto. Tras chocar con los nudillos contra su casco a modo de adiós, yo también le dije- Ha sido un placer, a partir de ahora estamos en nuestro terreno, espero que todo vaya bien, Sayonara baby - Y me deje ir impulsando el cuerpo hacia delante, salté, cerré los ojos, consciente de que caería sobre una pequeña cornisa en donde aquél polvo blanco se amontonaba en gélidas ráfagas, creando pequeños huracanes de lava blanca.
Cuando me levanté del suelo divisé a mi hermano erguido sobre los palos en la cumbre, frente a él, una gran bola de fuego anaranjada, se alzaba majestuosa sobre una desembocadura en forma de v que creaban dos picos al entrelazarse. Pareciera que surgiera del azul más lechoso, frío y mágico de la noche, anunciando el nuevo día y una mañana que se presentaba cálida y repleta de energía.
- Me echarás de menos so cabrón, cuando te cases echarás de menos esto. – Me dijo Tom. - Claro que lo echaré de menos, no se me ocurre un paisaje más real y más perfecto. – Le contesté. - Ay que ver como te pones, ¡Pues yo solo sueño con esto! Anda comprueba que todo está en su sitio. – Y así, de este modo abrupto como el promontorio sobre el que nos hallábamos perdidos de toda civilización, terminó con la conversación que el mismo había comenzado. Entonces nos dedicamos como dos pobres tontos, durante unos minutos que pudieron ser horas y habrían sido días si no tuviésemos que hacer lo que habíamos venido a hacer, es decir deslizarnos, a la contemplación ensimismada de un paisaje crepuscular, atmosférico y único. Ante nuestros ojos se abría un dominio esquiable, cuyo primer tramo era probablemente el más peligroso debido a su declive, sinuoso, estrecho y recorrido por piedras, guijarros y trozos de mineral de toda índole tanto a los lados como en la propia pendiente. Espacio inmutable a ojos de pájaro. Mucho más allá, casi escondido, latía el valle con vistas al glacial, y aún más lejos el bosque, que desde donde nos hallábamos aparentaba enterrado por el efecto óptico que a veces provoca la altitud. A mi lado, sentía cada vez con mayor intensidad, como mi hermano no aguantaba más tiempo parado, lo conocía bien, como a un hermano, y amaba las alturas, pero disfrutaba más del vértigo del descendimiento. Arrastrado por unas ansias que bien sabía eran propensas a conglomerarse en su sangre, aparentemente templada y sin embargo palpitante y adrenalítica en su cúspide, comenzó la bajada, tras decidir, quizás prematuramente, que era la mejor pala para sobrevolar, aunque es bien sabido que una vez en la picota las posibilidades de descenso son tantas como pueda uno imaginar.
Seguí su estela, iba como propulsado bajo un manto de corriente glacial, se había propuesto sajar de una vez toda aquella nieve virgen. Hop, Hop, hop, ¡Vamos cabronazo! - Gritaba con los cascos puestos bajo el gorro, y la música a todo volumen. Levantaba las colas de las tablas con fiereza, agresivamente, doblando las rodillas a la altura del pecho, golpeándose a sí mismo con las piernas. Contraía todos los músculos del cuerpo para bordear o saltar una roca de gran tamaño, y acto seguido, cuando sus brazos se abrían durante una un segundo y el equilibrio aparentaba precario, continuaba con su travesía apocalíptica, de giros cortos, zig-zag, botes, y mil maniobras inverosímiles. Mi hermano poseía una destreza de acróbata y una forma de esquiar ligera y violenta, simplemente maravillosa. Por mi forma de ser o por la forma que tengo de entender este deporte, el esquí constituye una comunión con la sierra, no me enfrento al monte, me adapto a su espacio, me bebo su piel espumosa y fría. Disfruto de los pequeños desprendimientos de nieve que se producen a mis pies, de las pequeñas avalanchas que derivan a mi paso, formo parte de una ola que mana en cada giro, me considero un virtuoso y como tal esquío. Mi hermano se asemeja más a un pájaro, un mamífero con alas, capaz de lanzarse en picado contra lo desconocido. Pero no era el momento de congratularse en este primer intervalo, me veía obligado a girar sobre mi mismo, situando las suelas en perpendicular mientras rotaba con todas mis fuerzas la cintura para intentar alcanzarle, y si esto no era lo bastante duro, patinaba con los talones sintiendo como se descarnaban para frenar y no caer al vacío desde el acantilado. Ese tipo de desnivel era el ideal para mi hermano, su apoteosis estallaba a medida que cambiaba de marcha e incrementaba su velocidad. Ya no había lugar para las dudas, (puedes bajar estudiando el terreno, o una vez estudiado simplemente ponerlo en práctica), y eso es lo que hizo. Empezó a volar literalmente, ya solo caía, realizando algún giro esporádico, pero su firme propósito era saltar todas las cornisas verticalmente, sin atajos, sin miedo, atajando los golpes en la espalda con la mochila.
Entonces se escuchó tronar al cielo, como si se desprendiera de la tierra. Enormes bloques blancos comenzaron a romperse en una cascada descompuesta de tierra y nieve. Mi hermano aumentó la velocidad, la nevisca corría más rápido que nuestros esquís, las paredes se derrumbaban sobre la arena, rocas pulverizadas, árboles, lodo, cellisca que se lo llevaba todo a su paso, arrastrándolo hasta enterrarlo, en una feroz persecución de la naturaleza en estampida. El cielo ahora blanco se derrumbaba creando un vertiginoso espectáculo de barro y nieve en erupción, como un animal indómito royendo las entrañas de la tierra. Vislumbré a lo lejos como la meseta esperaba pálida a que el cielo blanco se desfondara sobre ella. Seguí el rastro que dejaba Tom, que ya no era Tom, se había convertido en un ave de buen presagio, halcón guía del viajero por la encrespada senda, millones de pájaros en desbandada a los que yo aturdido y desesperado me lanzaba en una carrera de supervivencia, agarrándome a la estela fluorescente que dejaba su anorak. Fueron cincuenta metros de caída, apenas una mirada a la oscilante tierra, otra a la quietud de la meseta con sus árboles todavía erguidos, otra a Tom en desbandada. Saltamos sobre la profundidad de la montaña, habría sido un gran salto olímpico.


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