viernes, 18 de octubre de 2013

El por qué digo sí al cine de Lynch

El que crea arte debe buscar su propia voz, nuevas formas, nuevos caminos definidos en su transcurrir por el flujo que produce la mirada, una manera de entender el mundo licuado a través del propio ojo (la cámara en este caso).  Los grandes directores de cine tienen su impronta única, que se traduce en una forma de manejar el tiempo, su material narrativo, y desarrollar un ritmo que transporta al espectador a otro mundo en un estado de semi-ensoñación, (ahí reside mucha de su magia). Cuando estudié cine en el NIC, me enseñaron a través de la metáfora de las cañerías y el agua como funciona este extraño mecanismo. A grandes rasgos, el agua (el tiempo) fluye por cañerías y si no la desvías o pones barreras, fluirá con fuerza. La forma en que se gradúa su intensidad, (creando un ritmo), caracteriza el sello, la firma, la impronta, la forma de narrar de un director. La narrativa audiovisual, fruto del montaje posterior en muchos casos, (salvo que te llames Hitchcock, capaz de filmar plano a plano una película de forma lineal, y crear su propio estilo), son fundamentales en este proceso, y tienen sus propias normas y su lenguaje característico.  
Me voy por los cerros de Úbeda, como Don Quijote por el camposanto castellano-manchego. Me voy a retrotraer un poco más. Ayer estuve en una conferencia-coloquio, dirigida por Alejandro Gándara, (escritor, ensayista y Director de la Escuela de Humanidades), en la que además participaron Nativel Preciado, (periodista y escritora); José Cruz, (dramaturgo y profesor en la Escuela Superior de Arte Dramático) y Celia Arroyo, (psicóloga y psicoterapeuta) que versaba sobre los mitos del amor. Gran exposición por otro lado, pero esto no viene al caso. A lo que iba, hace años (ya unos cuantos), sufrí un desengaño amoroso y me refugié en Roma, para crear la mayor distancia entre mi “amada” y yo, (ya dijo Sabina que en cuestiones relacionadas con el amor/desamor, la mejor distancia es la mayor). Fue una época especialmente buena para mí. Aunque vivía bajo los terribles (al menos así lo sentía y padecía en mi fuero interno) efectos de shock que provoca la ruptura de una relación de pareja,  en un estado de inconsciencia que la depresión derivaba de la vigilia al sueño, subsumido en mi propia pena y conmiseración, descubrí lo que significa el baluarte de la amistad y viví momentos auténticamente inolvidables. Cada mañana me imponía una rutina, esta consistía básicamente en hacer lo que me diera la real gana. Me explicaré. Iba a las fiestas que quería, salía por ahí cada noche y disfrutaba siempre acompañado de viejos y nuevos amigos de la lumínica, efervescente, poderosa Roma, ciudad eterna. Allí en dónde ya sea de noche o de día descubres algo nuevo, allí en dónde sales de una calle y te encuentras de bruces con monumentos colosales de la talla del Vaticano o la Fontana de Trevi, allí en dónde se rodó la Dolce Vita de Fellini, allí en dónde por muy perdido que esté el hombre, se encuentra (porque aunque sea un cliché, todos los caminos conducen y desembocan en ella), allí en donde los universitarios se juntan a beber una “peroni” a la luz de su inmensa luna, mientras alguien toca una guitarra en su Trastevere (la zona más bohemia, en dónde yo vivía). Esa de centro urbano empedrado y poderoso, con su Coliseo y sus ruinas. Tan poderoso como no puede ser ningún otro centro, ninguna otra urbe, ninguna otra ciudad, porque desde allí se creó un imperio glorioso y se iluminó a los bárbaros, difundiendo lo que aún hoy perdura como cultura occidental, hija de los griegos. Como decía, que me pierdo, había decidido hacer lo que quisiera, paseaba por Roma, cocinaba, leía, escribía, y aunque suene paradójico e irreal leía mucho y escribía mucho, compartía y disertaba, disfrutaba de cenas que duraban noches enteras bajo el efecto del vino y la buena compañía, soñaba despierto sí, pero no era consciente del poder y el influjo y la fuerza que Roma estaba ejerciendo sobre mí, un muchacho por aquél entonces perdido y desahuciado por su dolor romántico, su ostracismo melancólico. Cuánto le debo a Roma, cuánto os debo amigos míos. El caso es que iba mucho a la universidad, casi todos los días aunque suene extraño me levantaba, (ya tendría tiempo después de tumbarme y dormir sobre el campus si fuere necesario), a la facultad de Sociología, de Derecho, de Políticas y de Economía de La Sapienza, un lugar que como su nombre indica invita al más puro conocimiento. Y allí, en esa Agora  se desarrollaban tertulias sobre buen cine, sobre autores cinematográficos ilustres, sobre genios, y como no podía ser de otro modo disfruté de un monográfico de tres días sobre el cine de David Lynch. Fue apasionante comprobar como Lynch es un auténtico Bosco, un coloso simbolista, y desde Twin Peaks sus películas son un auténtico collage incendiario, un “jardín de las delicias” surrealista, bosquiano y dantiano, en el que a través de una simple televisión encendida y bajo el influjo de sus interferencias (como en Poltergeist), se adentra uno en el mundo de los sueño de terciopelo rojo, de las tinieblas, de las mil dimensiones concéntricas, se habla con los muertos, se flota mientras conduces al frente de un volante por  una Carretera Perdida...
Lynch es desbordante. Igual que Ingman Bergman, igual que Truffaut, que Hithcok, que Coppola, que Spilberg…. Para mí, Lynch entra dentro de la élite del cine, de una categoría que calificaría como de superdotados. Tal y como me dijeron ayer, a través de esta industria, se han representado todas las formas de amar, todos los momentos, situaciones, posibles escenarios, sentimientos que se dan en las relaciones humanas cuando se ama. Nuestros abuelos no pudieron disfrutar de este teatro de los sueños, pero nosotros sí tenemos acceso a él.  Es más, no sólo se muestran todas las fases del amor, sino que se retratan todos los ámbitos de la vida. Por eso es maravilloso.  Pero se puede ir más allá.
Existe un cine trascendente que desde Bergman (el Zeus del Olimpo), se eleva por sí mismo, se introduce en áreas de conciencia inexploradas, es profundo como un pozo sin fondo. Esto sólo está al alcance de unos pocos elegidos, y Lynch lo logra, porque sus películas y sus series son auténticos prodigios, auténticos sueños hechos realidad. Por favor, ¿puede alguien decirme quién mató a Laura Palmer?, bueno igual alguien lo sabe si ha visto Fuego camina conmigo, y en ese caso sabrá también que el cine de Lynch es multidisciplinar, multidimensional, simbólico, y se mueve en distintos niveles de sueño, ya que las cosas que ocurren transitan a través de realidades paralelas y concéntricas. ¿Cómo se puede llegar a ser capaz de semejante logro?, Eso para mí es difícil de explicar, supongo que tienes que hacer mucha meditación trascendental, o haber nacido para esto de contar historias, (aunque sean historias de otro espacio). Blue Velvet, como su título indica es auténtico terciopelo, Lost Highway arrolla como el porche Spyder 550 de James Dean, les ruego no vean Mulholland Drive junto a sus suegros. Tienen tantos vericuetos, interpretaciones, imágenes de culto, que con cada proyección se diverge, se converge de la imagen, y su cine jamás se agota. Lynch es un prodigio del Arte, del Montaje, de la Narración (una película que comienza con una llamada inquietante en un telefonillo cualquiera, de la que desemboca la tragedia posterior, es simplemente una idea genial, atentos a su final que les dejará boquiabiertos junto a ese mismo telefonillo), de la Dirección de Actores, de la Fotografía fantasmagórica, de todos los campos que componen una película.  Su Corazón Salvaje roza el extasis, atraviesa con su rock an roll como una flecha la conciencia. Pero Lynch también es terrorífico, oscuro, psicodélico, lúgubre, esperpéntico, soez, tétrico, hilarante, terrible, inquietante, y desfigura la realidad. No tiene piedad con sus almas rotas, aquellas que retrata tan singularmente, igual que no la tiene con el pintalabios corrido que de-construye una cara. Pero no nos engañemos, la realidad puede ser terrible, y el amor, y hasta el mundo de los sueños también.  


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