jueves, 10 de octubre de 2013

El último concierto, una lección de arte y dignidad



Para anclar la película musicalmente elegí como plato fuerte la pieza innovadora de Beethoven, una de las más conocidas, el Opus 131 en Do sostenido menor. Un elemento sorprendente de la composición es que Beethoven indicó que debía interpretarse attacca, sin pausa entre los siete movimientos. Cuando se toca una pieza de casi 40 minutos sin interrupciones los instrumentos terminan desafinándose, cada uno de una forma totalmente distinta. ¿Qué deberían hacer los músicos? ¿Pararse a la mitad y afinar o esforzarse por adaptar su tono, individualmente y como grupo, hasta el final? Creo que es una metáfora perfecta de las relaciones estables, que inevitablemente tienen dificultades y exigen un ajuste constante y una afinación muy cuidadosa debido a las mil formas en que las personas cambian y evolucionan a lo largo de su vida.


(Notas del director, Yaron Zilberman)

Partamos de la premisa de que existe un director que cree firmemente (batuta en mano), en el concepto de Arte como fuerza motriz o redentora, expresémoslo a través de sus propias palabras: la importancia del arte en la vida, como forma de superar dificultades y dudas; la belleza, la cultura, cómo trascienden los problemas del día a día a los que nos enfrentamos, y cómo se pueden usar como fuente espiritual para elevar el ser emocional que tenemos. 


Consideremos una película en la que confluyen el drama, la enfermedad, la amistad, la evolución de las relaciones interpersonales a lo largo del tiempo (casi una vida) y la música de cámara. 



Tengamos en cuenta que para lograr el objetivo que se propone, el director de orquesta de todo este lío, se rodea de actores excepcionales. Especial mención merecen los cuatro protagonistas que componen una orquesta de renombre. En especial Christopher Walken, que actúa de forma estudiada, firme, poderosa, serena, digna, como siempre carismática, e  impecable a fin de cuentas. Philip Seymour Hoffman que una vez más responde a las expectativas (y ya son unas cuantas desde Magnolia o quizás mucho antes), y en este caso regala un nuevo y magnífico duelo interpretativo con Catherine Keener, deslumbrante también en su papel. (Sirva de ejemplo la actitud honesta y dolida de Seymour en la escena que transcurre en la subasta. Tras discutir con Catherine, su serena y profunda esposa en la película,  son suyas estás palabras al adinerado comprador de un bien que debiera ser de su propiedad: Estará orgulloso, acaba de arrebatar un violín a un músico de verdad – y como espectador sensible y atento, no se puede estar más de acuerdo con estas palabras). Actuación y representación resultado de la labor de auténticos artesanos, auténticos maestros de la escena, porque no se puede más que admirar su sutil trabajo, casi teatral, tan natural, real y apasionado que parece improvisado, y que por supuesto, (no hace falta decirlo pero lo digo), no deja indiferente. Todos los actores involucrados en esta obra, tanto la joven Imogen Poots, como el frío Mark Ivanir, se mueven con pulso firme en medio de una telaraña de emociones y conflictos abiertos. Ni que decir tiene el trabajo que supone y la dificultad añadida que entraña por su gran complejidad interpretar a músicos, en definitiva. 


Una vez hallamos calibrado estos elementos, apreciaremos la delicadeza en el resultado de la ópera prima de Yaron Zilberman, qué tras su documental “Watermarks” se atreve con su primer largo: “El último concierto” – Una emocionante, conmovedora película, grande y perdurable.  

Perdurable no sólo por su retrato veraz del mundo de la música y del arte, (atentos a la memorable escena de Christopher y Catherine en el Metropolitan Museum of Art observando un autorretrato de Rembrandt), la familia, el frío cálido de Nueva York, el desgaste que provoca el tiempo en las relaciones, la exaltación del sentimiento a la hora de crear dentro de cualquier disciplina, los problemas que se generan al constituir un equipo o un grupo humano, y todos los roces que se derivan de las diferencias en los caracteres, la figura paternal mediadora y aglutinadora indispensable (Christopher una vez más), etc. Sino por su mensaje final positivo y esperanzador. Es ahí en dónde reside su grandeza: Motivemos, apreciemos el instante de esplendor obviando los errores, y dejemos a los idiotas que sean los que hagan la mala crítica.  
  

 

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