viernes, 8 de noviembre de 2013

El mar, la mar, y los siete pecados capitales


  • Soberbia
Salió a cubierta, el viento soplaba del este, lo podía sentir gélido y salado sobre una de sus mejillas. Se llenó de aquella inmensidad, perdiendo su único ojo en el horizonte azul marino que lo abarcaba todo. ¡Desplegad velamen! – Exhortó con voz de trueno. Súbitamente la tripulación se afanó en poner en práctica la orden dada, soltando los nudos que ahorcaban las enormes sábanas blancas, izando y enarbolando con suntuosidad la bandera negra con su calavera cruzada por dos espadas. El imponente navío viró sinuosamente, comenzó a saltar sobre crestas de olas rotas que poco a poco se amontonaban y multiplicaban cada vez más grandes bajo su panza, y las velas se tensaron con fuerza como nervios tras el golpe voraz de una bocanada de aire helado. Impulsado como un sable en manos piratas al precipitarse en el tórax de un enemigo, el barco con todos sus cañones asomándose por las escotillas, subía y bajaba tirando con violencia del estómago de sus ebrios marineros en un ritual de vértigo y sangre, dejando un sabor a mar inmenso en los labios que se mezclaba con el ron que habían desayunado aquella mañana.
  • Envidia
En la playa Javier se esforzaba por levantar en un intento infructuoso su propio castillo de arena por encima del manto de agua que en la orilla se arremolinaba, arrastrando a sacudidas un arsenal de herramientas listas para construir y excavar. Una vez más su sublime obra arquitectónica se derrumbó al subir la marea y romper la espuma en su cintura desnuda. Desde los cimientos el hermoso castillo quedó reducido a un montículo informe. Javier abatido, con la cara sumergida en lo que antes era la fosa común de una inexpugnable fortaleza, sintió como fracaso propio el empujón que inopinadamente le propinó el mar.
  • Avaricia
Las olas rompen sin descanso a lo lejos, una tras otra, sobre el arrecife. -Juan comenta; ((Apenas ha dado tiempo a preparar la excursión, no hay chalecos salvavidas)). María no le escucha y decide lanzarse, sin preocuparse de las nubes que lenta pero ineludiblemente se acumulan en lontananza, con un vigoroso saltito sobre el bote. Juan sube cargado con el equipo de submarinismo y una nevera con cervezas. Un negro con enormes rastas comanda el timón y fuma mientras se ajusta una gorra rastafari; ((No problema, tormenta allí pero no aquí, luego tormenta aquí pero no allí)). Suficiente explicación para María, que olvida cualquier peligro y muestra su despreocupación atusándose el pelo encrespado por la humedad. Tras un par de golpes del capitán sobre la chapa metalizada el motor arranca, y desde popa la barca comienza a sajar el mar azul turquesa de esta parte del Caribe venezolano. Cruzan islas en donde la vegetación crece con tal intensidad que parece volcarse sobre las montañas, sin caminos ni senderos abiertos, como si no cejase de abrirse paso nunca en plena eclosión selvática. ((Esta es la isla de Nicolas Cage, esta otra pertenece a Esteven Seagal)) – Afirma el comandante del pequeño navío, cuyas pupilas como platos ardientes, fulguran rojizas por obra del cigarro que a largas bocanadas se ha fumado, pasando a convertirse este en un conglomerado de enormes volutas de humo que ahora terminan de deshacerse en el cielo despejado, (salvo por unas cuantas nubes que no acaban de decidirse, tímidamente, a comerse el sol). ((Qué ilusión)) – susurra María. ((Qué suerte)) – espeta Juan. En general el paisaje es tranquilo, pero sobre el arrecife contemplan aturdidos sin querer ver, como silenciosamente estallan relámpagos creando un haz de venosas luces, (lo cual resulta aún más amenazador que el bramido de truenos). Pero los tres continúan con rumbo fijo, sin mediar palabra.
  • Ira
El cielo se cubrió de tinta. Las olas despertaron como titanes recién salidos de sus cavernas. Lo que antes era una embarcación de superficie suavemente balanceada por el vaivén de la brisa, se convirtió en una noria de dimensiones descomunales o al menos esa fue la sensación de cuantos luchaban por aferrarse a algo que les permitiera mantenerse en la misma posición en medio del desatado oleaje. Cuando se elevaban la popa o la proa, mis compañeros rodaban golpeándose con todo lo que encontraban al caer, cuando por el contrario el golpe se recibía por babor o estribor, como el golpe de gancho de un peso pesado, el barco parecía estallar y deshacerse en un millón de astillas, trozos de madera salían despedidos rozando cabezas. El aire era un manto de aire helado y cortante que envolvía y golpeaba todo. Salí despedido contra el mástil, apenas podía ver nada, ya que la lluvia se mezclaba con el salitre en mis ojos. Como yo, otros tuvieron menos suerte y fueron lanzados cual polillas fuera del barco. - ¡Hombre al agua! – Se escuchaba por todos lados. ¡Aten con fuerza a su pecho esos cabos!- Me pareció entender que vociferaba el capitán. El mar se adueñó del alma de cuantos viajaban en ese buque, no había otro pensamiento que el de resistir a la tempestad.
  • Lujuria
Camino hasta la orilla, las olas se levantan y sin apenas tiempo de reacción se  parten en dos. Olas grises que dejan un rastro de espuma muerta. Olas que rompen demasiado rápido. No puedo remontar, no con olas así. No me importa, me ajusto el neopreno y lentamente camino en su busca, siento como el agua se mete dentro de los poros de mi piel cicatrizándola, purificándola de sal. Una tras otra me derrumban, intento sumergirme y clavar la punta de la tabla, pero se me escapa de las manos, el golpe de mar me voltea, giro mientras me hundo, arriba,  abajo, siento temor de chocar con alguna roca, toco la arena con una mano, no me queda aire en los pulmones, intento impulsarme hacia la superficie con los talones, nado hasta con los dedos de los pies. Mi cabeza atisba un paisaje crepuscular, un paisaje de luna rota, la espuma lo llena todo, el mar se pinta de blanco, es el momento de arrastrar la tabla hacia mí con un tirón de muñeca y volver a remar, si no nunca lo conseguiré. Doy largas brazadas profundas, mis brazos se hunden como remos desde la punta de la tabla hasta mi cintura. Alcanzo la cresta de la ola, ahora solo me toca esperar su perfección. La veo venir, vuelvo a remar, esta vez utilizo mis piernas, mis codos, mis manos, los talones, la palma de mis pies, tomo impulso, me subo a la tabla con un solo movimiento, casi de un salto, mantener el equilibrio durante unos segundos es lo más difícil, la ola baja como un ascensor, y por fin me deslizo, ahora solo tengo que dejarme llevar, seguir el movimiento centrífugo, las sinergia del agua y el viento, la marea que desciende, la ola es mía y con ella el mar.

  • Pereza
Bajamos por el paseo y nos tumbamos bajo el sol, el día era claro, estábamos solos, toda la playa era nuestra. La nitidez de la arena blanca cegaba nuestros ojos, el rumor del mar penetraba por nuestros oídos como un susurro plácido. Intenté grabar el momento en mi memoria como si fuera una idea nueva e indestructible.

  • Gula
Era una de esas tardes de domingo que sólo salva del aburrimiento el mar. Me abrigué y salí del reducto de mi habitación dispuesto a recorrer con mi perro el paseo marítimo de cabo a cabo. A medida que me acercaba podía sentir el olor a algas y a sal, el sonido del océano que rugía como el grito de un recién nacido. En el puerto las olas regurgitaban con violencia contra las paredes de piedra invadidas de musgo incipiente, llevándose consigo a los cangrejos que se guarecían en sus húmedas moradas. La encontré asomada al mirador con vistas a la playa, con una mano apretando la barandilla y la otra en posición de taza sobre su cintura, adusta y sola. Llevaba unas gafas de montura grande sobre una cara que hubiese firmado “Picasso”. Empezó a caminar como se debían mover los vaqueros en el antiguo oeste, mientras sus caderas caían de lado a lado como una balanza mal calibrada. Había algo infinitamente ambiguo y triste en esos andares de mujer masculina, que inducían a la más absoluta conmiseración. Malencarada, parecía querer escupir al rompeolas que estallaba cada cierto tiempo en sus narices, con brotes de espuma, arena y trozos pequeños de piedra. Fue entonces cuando comenzó a reir, aquella risa parecía salir de lo más profundo del abismo marino. Estentórea, cínica, tan llena de dolor, todo lo que pude oir durante algunos segundos fue ese lamento a las olas cargado de incomprensión. Se comió el mar.  


MARE AMORE MIO


  • Lujuria
La noche cayó a plomo sobre el mar. Pese a la oscuridad material podía percibir su presencia, rumor del oleaje sobre los guijarros en la orilla. Inhalé profundamente todos aquellos aromas con sabor a algas. A lo lejos un faro indicaba que allí estaba Marruecos, y me dio la sensación de percibir todo su incienso y especias mezcladas con  la sal del océano.

  • Pereza
El mar es un espejo fulgurante, los rayos de sol que caen sobre su manto azul crean destellos de todos los colores imaginables nublando nuestros ojos.  La arena es blanca como la nieve y junto al agua cristalina, provoca una extraña claridad casi de otro mundo llena de quietud.  Ese iridiscente piélago que me embarga de paz.

  • Ira
Las olas arremeten unas contra otras como caballos salvajes. Embisten contra la pared del acantilado, y saltan sobre el mirador dejando un rastro de agua salada sobre los rostros atónitos de los valientes observadores que se han acercado a contemplar el espectáculo. El mar con cada ola rota se desintegra en infinitas heridas de espuma que lo desangran. Las rocas se resisten a ceder su espacio a las crueles embestidas del agua. Con cada movimiento de viento las olas crecen y agigantan, y lo que era el vacío que dejaban al caer se convierte en un abismo, movimiento, caos, marea, se yerguen como gigantes hambrientos y furiosos que devuelven con violencia el golpe que les ha hecho emerger de su propia nada.

  • Avaricia

El mar era un manto plateado y sobre él reinaba una gran bola de fuego anaranjada. Parecía plata recién licuada o mercurio líquido, con ese extraño poder hipnótico que producen las joyas.

  • Soberbia
El mar respira como un pulmón, inhala y exhala, es el mayor organismo vivo y sabe que lo contemplas. Promesa de infinitud, laberinto, hábitat.

  • Lujuria
Las olas se alzan y mueren al romper en un orgasmo de espuma. Enlazan su estela para alcanzar la orilla. La luna enloquece las enloquece, las acerca y las aleja de la playa, se arrastran humedeciendo la arena, para después dejar un rastro seco, olvidado, único, que morirá. Pero la marea sube y las olas volverán a alzarse cuando la luna se llene y alcance el mar.

  • Pereza
Me remango el vaquero, siento la arena húmeda en las plantas de los pies, feroz efervescencia de ola rota, frente a mí el mar en toda su vasta plenitud, medicina para los ojos. Olor a mar que renueva mi alma y mis pulmones.

  • Gula/Avaricia/Soberbia
Solo el mar puede con la música y con el silencio. Solo las olas pueden con el viento. Y sin embargo en tempestad lucha por comerse la tierra, no se conforma con ser mar y devorar el cielo, ansia ser su propio universo marino.

  • Envidia/Pereza
Sobre las tranquilas olas valsaba la brisa. Rayos de sol acariciando la piel dormida del mar, reflejos infinitos. Una gaviota hace un picado, se sumerge bajo la herida, y sale a la superficie blandiendo sus alas, desafiando al mar y al sol.  

  • Gula
Sumergí la cabeza en aquellas aguas y todo cambió de dimensión. Con el regulador en la boca, solté un poco de aire del chaleco, justo la cantidad apropiada, y comencé a descender. Respiraba tranquilo, pero mis ojos intentaban captar cada instante con avidez: Era todo más grande y había más color allí debajo, las morenas eran de un tono verde eléctrico, las mantas de un púrpura chillón..

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