viernes, 29 de noviembre de 2013

La última hoja

Edward Barrons peinaba funerales, tenía la vida sin planchar y la sonrisa cerrada por derribo. Pero eso no le importaba. Vivía en una urbanización de las afueras donde nunca pasaba nada que no fuera el tiempo. Pero eso no le importaba. Tenía setenta y ocho años y murió a los setenta y tres. Y eso sí le importaba. Porque hacía cinco inviernos que ya nadie le llamaba “Eddie” ni le despertaba con olor a tostadas y café recién hecho ni le abrazaba por las noches en la cama aunque no hiciera frío. Aquella mañana, con la madrugada aún en retirada, se puso la bata que ya no olía a ella, dejó encendida la radio en la cocina y salió al cobertizo. Frío y viento para un hombre hueco. Otoño en el jardín. Y en el jardín, un roble. Y en el roble, una hoja. Una que bailaba su muerte como un ahorcado. Durante un instante, Edward Barrons pidió a Dios que esa hoja fuera la suya. Cinco minutos después, entró en la casa y subió el volumen de la radio. Música clásica para un mar de silencio.

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