sábado, 16 de noviembre de 2013

Notas sobre un hospital. Uno.

Love like a Sunset - Phoenix

 El Hospital lleva ritmos. Como una casa. 

A las 8 los pasillos huelen a desayunos bajos sin sal que se apilan en gigantescas bandejas de avión en los pasillos.

El día de un médico comienza con la Sesión Clínica. Yo estaba obligada a ir a la Sesión Clínica. Las Sesiones Clínicas se definen como el acto más importante en la vida médica. Consiste en que el médico de guardia cuente qué se ha dedicado a hacer durante la guardia, cuántos pacientes hay para ingresar, qué pruebas se han hecho, cómo están los pacientes en planta. El día del médico continúa cuando se bajan a por un café y seguían hablando de pacientes. Nunca abrí la boca en ese momento, pero agarraba el vaso y giraba el codo al hacerlo como si fuera parte de la conversación.

Cuando entrábamos a pasar planta, en todas las habitaciones se escuchaba el borboteo del oxígeno. Mi doctora se desesperaba, se giraba y me decía que ninguno tenía oxígeno en casa, que no entendía por qué se lo mantenían una vez arriba. Entonces les explicaba que les quitaba las gafas y a caminar. Yo cerraba el grifo del oxígeno, confundiéndome primero y abriéndolo hasta el 2 y luego me iba a pedirle a la enfermera que tomara satus basales. Todas estas cosas podía hacerlas ella claro. 

Saturación basal: porcentaje de oxígeno unido a la hemoglobina. 
Es decir, mide si te está llegando suficiente oxígeno a sangre. 

Cada vez que cerraba la puerta de las habitaciones y veía mis uñas cortadas y sin pintar para la ocasión, concentrada en el manillar metálico frío, pensaba en poder salir de allí. 

El único trabajo mío, personal e intransferible, era redactar Historias Clínicas. Las Historias Clínicas son otro de los actos más importantes en la vida de un médico, lo que te hace pensar la cantidad de aristas simbólicas y dramáticas y lo poco que concuerdan con tu doctor de cabecera peleándose con Microsoft Word 2003. 

A las 11 el pasillo huele a pan tostado, a aceite, a veces a nata y a bizcocho. Las enfermeras se sientan una mesa en medio del control de Enfermeria, entre el armario y los ordenadores. Mi doctora me enseñó las habitaciones secretas desperdigadas por el pasillo, donde tú te crees que sólo habrá pijamas y sábanas aparece una nevera con zumo, pizza, hasta cebolla. Voy con un vaso de coca-cola por el pasillo, en unas sneakers azules auténticas Ed Hardys de cuando estaba fuerte el Euro. Abandoné los zapatos serios al perder el autobús por primera vez. 
Así que yo solo tenía que aprender a explorar y a hacer las historias clínicas. Entraba en las habitaciones y me presentaba como estudiante de medicina, sonriendo. Al principio llamaba a la puerta y todo. Los últimos días me sentaba directamente en el sillón y decía:


Bueno, cuénteme, ¿por qué está usted ingresado?
Es un poco frustrante preguntar algo que ya sabes.

Es un poco frustrante que nadie sepa qué hace allí.

Siéntete violenta. Pídeles permiso y explícales por qué es tan importante que les veas la tripa.  Estás aprendiendo.

Le pregunté muchas cosas a mi doctora. Muchísimas. Ella me explicaba que era un rollo que el trabajo actual de un médico consista en 3 horas de papeleo por cada hora de estar con el paciente. Aún así, me hacía esquemas del síndrome coronario agudo y de los tipos de marcapasos. Me ayudaba a leer electros. Estábamos en la franja de edad en la que no hubiéramos podido ser hermanas, pero tampoco madre e hija. "Igual si yo fuera gitana" me dijo un día. 

Las señoras mayores, entre sus batas, sus camisones, sus barrigas, parecen descomunales matriarcas de folklore ruso. Dan ganas de sentarse con las piernas cruzadas a sus pies. 

El fonendo pesa en el cuello. El mío es azul celeste y se ha llenado de manchas de bolígrafo.

Miras, auscultas, palpas en palabras. Con los dedos, buscas en el paciente dónde está el reborde costal. Buscas la dureza del cuero en la ascitis, presionas para leer el hueco del edema vasogénico. Al final, los soplos se explican soplando. 

Dos batas blancas son asumibles. Cuando varias se reúnen entorno a un círculo invisible, como palomas picoteando pan, alguien se está muriendo.

A la 1 huele a comida baja en sal y en ganas de vivir. 


Un día, sentada con la agenda en las rodillas, apuntando siglas, me doy cuenta de que he llegado hasta aquí, con el fonendo sobre la bata como una medalla con la L de Littman brillando. Descomprimo 4 años en un momento y se hilan imágenes ordenadas que no han parecido existir jamás. Como una historia que hubiera asumido como propia y se dedicara a recitarse sola. Según la linealidad de estas imágenes, en 4 años seré realmente un médico. El tiempo se detiene.


Este hospital está situado en medio de un descampado, en una zona de casas bajas y pobres, al lado de una carretera llena de carteles de centros comerciales. En medio del Bronx. Al salir del metro e ir hasta la parada, donde la cola que espera al bus que conecta el barrio con el secarral triplica el espacio de la parada, miro al cielo. Las luces ámbar de la ciudad se quedan pegadas la suelo. El cielo aparece de repente lleno de estrellas, como si todas aquellas señoras que señalan el tamaño de sus pastillas con la uña del pulgar en el índice hubieran levantado la vista alguna vez.

Nos subimos en el bus. Amanece detrás, golpeando las siluetas de las casas más nuevas. Sobre los rieles de la RENFE se desliza la luz del sol. El bus entra en una rotonda. Una torre de alta tensión por encima de un montículo de espigas negras grada el color del cielo. El azul celeste tiñe de naranja la hierba. Nos bajamos del bus. El aire frío nos abofetea. Caminamos hacia la puerta del hospital con paso rápido, pensando que así nos distinguimos como empleados y no usuarios. Llamo al ascensor. Llego al control de enfermería, donde el turno de noche pasa las constantes al de mañana. Me pongo la bata. Recorro el pasillo.

En algún ventanal, sigue amaneciendo. Los dedos rosas de Eos acarician los picaportes de metal.

Entrada sacada de http://coser-y-contar.blogspot.com.es/

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