jueves, 31 de octubre de 2013

Un prólogo y tres poemas terroríficos


En el orfanato 


Es de noche, me toco la cara, todavía está ahí, puedo sentir como palpita. Palpo y me impregno los dedos del líquido acuoso que cae suavemente sobre mi mejilla entre el agua oxigenada y el yodo que se escurre entre los puntos de sutura que forman una brecha, como un río de lado a lado de la península en carne viva de mi rostro, de mi alma, como un espejo en que se desangra.
Fuera, puedo percibir el tenue runruneo de mis compañeros al dormir. Me arranco la camisa como si no tuviese ningún botón, todos los botones saltan como chispas, la acerco a mi nariz, huele a dulce, con ese sabor agrio de las heridas de guerra que provoca la noche, sin gloria, tampoco desesperación. Me desabrocho el cinturón del vaquero, lo arrastro con las manos abiertas hasta que cae deslizándose bajo los talones, entonces lo arrojo sobre algún rincón del habitáculo en donde voluntariamente me he encerrado. Utilizo las palmas para recorrer el techo que se levanta apenas a unos palmos sobre mí, encuentro una superficie sobresaliente con una anilla. Tiro hacia abajo de la pequeña manivela y la oscuridad se llena de otra oscuridad más resplandeciente y menos fría,  bañada por el crepitar de grillos que anuncian el verano. Me quedo dormido en el cuarto de la limpieza, entre cubos y fregonas.
Nadie dijo que fuera fácil. Nunca lo ha sido. Al menos para mí.


Aquel desprendimiento

Llegados a este punto de vacío,
De sutil complacencia y de desgana.
Puedo decir y digo sin complejos:
Que por amor caí
Y por amor me levanto.
Llegados a este punto en que no hay consuelo
En la península rota de las ansias.
Una palabra basta para seguir viviendo.

Fuera

Hecho de luz en la sombra,
En el remanso que deja la luna sin antorcha,
En donde nada alumbra.
Muy lejos de cualquier latitud.
En ese punto mismo de tierra anquilosada.
Abriendo un surco en la piel de la oscuridad.
Muy lejos, muy antes de nacer.
Donde nunca nadie pudo ver a nadie.
Fuera volver de la resaca del mar.

El árbol de la vida 

El calor abre la tierra mojada, 
Me siento como un ladrón sin linterna: 
Murciélago, relámpago, racimo. 
Dudas tendidas sobre las arenas, 
Lunas sobre tu desnudez en ramas. 
Siempre habrá corazones devorados, 
Flores del mal, fósiles en pedruscos. 
Los minutos no existen, los creas.
Crujir de las hojas desvencijadas 
Que acelera la carrera del tiempo.



Interior residencia noche

Por la noche, la residencia era distinta. No había el intenso olor de los rosales que flanqueaban el jardín donde pasear los recuerdos raídos. Ni el cortante viento del páramo avivaba hasta la azotea de pizarra el frescor del césped recién regado. Ni sus lustrosos pasillos olían a la asepsia de la lejía. Ni el hilo musical animaba los murmullos del gran salón con melodías de los años cuarenta. Ni las caras de los residentes mostraban la química resignación de los medicamentos. Ni el director que soñaba con ser directora echaba cuentas en su despacho entre los gastos de los vivos y de los muertos. Ni la risueña recepcionista obesa hacía crucigramas en su escritorio mientras esperaba alguna visita. Ni el crematorio alentaba los muros del sótano con el calor del olvido. Ni la lánguida carretera que apenas partía la desolada explanada era transitada por coches que pasaban de largo. Por la noche, todo era distinto. La luna desangraba los colores de la fachada mientras la helada reptaba entre las ventanas enrejadas. Las cañerías gargareaban bajo el ladrillo un blues de ratas y detritos. El techo se impregnaba del olor a sudor y orín de quienes manchaban de sí mismos pijamas y sábanas. Los pasillos lloraban la orfandad de pasos bajo la incierta lumbre de las luces de emergencia. Las puertas de metal de las habitaciones sofocaban las gargantas quebradas y los corazones acelerados de quienes pesadilleaban a un lado u otro de la almohada. Y en el sótano sólo quedaba un mantillo de polvo y ceniza. Por eso le encantaba la noche. Porque él era distinto. Porque él, como la noche, sólo podía existir cuando el mundo cerraba los ojos. Porque él, como las pesadillas, solamente tenía cuatrocientos ochenta minutos para demostrar de lo que era capaz. Aquella noche, tocaba la habitación número 40, en la tercera planta. Como tantas veces antes, hurgó en el bolsillo de su bata y sacó el llavero. Inspiró una...dos...tres veces. Se colocó los auriculares en sus oídos. Subió el volumen y dejó que el Réquiem de Mozart fuera su única conciencia. Se humedeció los labios. Se caló la máscara. Sonrió y abrió la puerta. Al otro lado, en su cama, sobre un colchón raquítico, dormía sedada por las pastillas la señora Charlotte. Cerró con cuidado la puerta. Corrió el pestillo. Se quitó en silencio sus mocasines y se aproximó sigiloso hasta su cama. A sus noventa y tres años, la ardiente belleza de su juventud había quedado reducida a unas ascuas de piel y hueso. El látex de la máscara se humedeció con el aliento excitado. Inspiró una...dos...tres veces. Aproximó su mano hasta la boca de la señora Charlotte. Ella abrió los ojos y él apagó su grito.
Media hora más tarde, él salió de la habitación. Se quitó la máscara y una sonrisa triunfal emergió de las profundidades de su alma. Al fin y al cabo, ¿quién iba a preocuparse por una anciana senil y sin familia? ¿Quién iba a creer que el diablo lleva bata blanca, zapatos italianos y consume caramelos mentolados?

martes, 29 de octubre de 2013

Don Juan Undead

Tal es mi historia, señores; pagado de mi valor, quiso el mismo Emperador dispensarme sus favores. Y aunque oyó mi historia entera, dijo: «Hombre de tanto brío merece el amparo mío; vuelva a España cuando quiera»; y heme aquí en Sevilla ya...La espléndida cena apenas dejaba ver una porción vacía del ornado mantel en el que comían como insaciables carroñeros aquellos tres caballeros. La luz de las velas arrojaba fantasmas imposibles sobre las paredes de aquel salón ebrio de camaradería en el que el olor a vino, sudor y carne asada abrigaba anécdotas, bocados y eructos por igual. Tras años sin verse, mucho tenían que contarse y engañarse aquellos hombres que antaño competían por ver quién arrebataba más vidas y virginidades. Y así, mientras sus mentes relamían las heridas abiertas y las vaginas profanadas, llegó un nuevo brindis exaltado...en burla y memoria de un muerto: Mas yo, que no creo que haya más gloria que esta mortal, no hago mucho en brindis tal; mas por complaceros, ¡vaya! Y brindo a que Dios te dé la gloria, Comendador. En ese momento, un aldabonazo rompió la fiesta, quedando sólo en pie el silencio. Tras unos instantes de inquietud, los comensales volvieron a su onanismo nostálgico y retornaron a la placentera calma de sus historias de sangre, acero y semen...hasta que, de nuevo, un golpe tronó en las parades de la casa. Y luego otro. Y otro. Y otro más. El aire se volvió pesado, rancio y pestilente, como si el salón se hubiera tornado el vientre vacío y putrefacto de un cadáver. La sangre era un río helado por el que navegaba el miedo. Pasaron de siete ya los misteriosos golpes cuando el anfitrión, para calmar a sus dos inquietos invitados y tal vez a sí mismo, apuró un trago de vino y les instó a conservar la calma, achacándolo todo a una broma...que él estaba dispuesto a seguir al exclamar desafiante: ¡Señores! ¿A qué llamar? Los muertos se han de filtrar por la pared; adelante. Dicho esto, puertas y ventanas reventaron y por ellas se colaron decenas de muertos hambrientos de vida. Todo se resolvió muy pronto. El primero en morir fue el leal criado, Ciutti, a quien una ramera degollada había arrancado la nuca de un mordisco y con cuyas tripas jugaban risueñas dos niñas gemelas fallecidas por las fiebres hacía diez inviernos. El siguiente fue don Rafael de Avellaneda, a quien un viejo indiano había arrancado el esternón, convirtiendo su orlada pechera en masa deforme por la que se escurrían sangre y vísceras por igual, para regocijo de los asaltantes de ultratumba. Por suerte, su amigo, el capitán Centellas, no pudo ver el triste final de su camarada porque para entonces una dama de la alta sociedad sevillana, fallecida al ser madre hacía tres años, degustaba sus dos globos oculares como si fueran exquisito caviar mientras un truhán sin media cara y un alguacil con un balazo que le salía por el ojo le arrancaban brazos y piernas con la facilidad de quien despiezaba un pollo asado. En cuanto al anfitrión, don Juan, vio cómo el apellido de los Tenorio se extinguía mientras el comendador Gonzalo de Ulloa hundía su huesuda mano en su columna vertebral, don Luis Mejía hincaba sus dientes limpios de carne en su mano diestra, don Diego trataba torpemente de arrancar el brazo izquierdo de su hijo y doña Inés sumergía por última vez su boca en su carnosa entrepierna hasta que la sangre salió disparada tiñendo de escarlata los roídos hábitos blancos de la que fuera novicia. Y así, mientras le arrancaban la vida, bajo el enjambre gutural de los muertos, don Juan Tenorio pronunció sus últimas palabras: ¡Ay, joder! 

lunes, 28 de octubre de 2013

El Gran Gatsby

El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald es una de las obras maestras de la literatura americana. Justo por eso, la idea de llevar (o más bien, arrastrar) esta obra maestra al cine de masas del siglo XXI parece atrevida. Es difícil cuadrar esa contundencia íntima y esa prosa sutil y desgarradora a la vez con el blockbuster del verano. Mucho más difícil si le robas a la historia su sentido para hacer un Romeo y Julieta mal adaptado.

El Gran Gatsby habla de todo aquello que no podremos tener. Todo aquello que no podemos ser, por mucho que nos esforcemos. Habla de una sociedad corrompida por el dinero y el vacío espiritual, donde Gatsby piensa que su ilícita fortuna puede llevarle a borrar 5 años (y resulta ser el personaje que más lleno está). 

En la película de Baz Luhrmann, se crea una historia de amor brutal, donde ella, Daisy Buchanan, se presenta como víctima del destino y de su propia indecisión (lo que descuadra brutalmente con el final real de Fitzgerald, reflejado en la película). Se ve como su amor surge de una chispa mágica recogido en los tonos sepias del Instagram para reflejar como ella, ante la larga espera, cae en brazos de un despiadado ser que compra su amor con un collar de perlas de 35000 dólares que ella destroza al saber que Gatsby sigue esperándola. Una historia de amor brutal donde parece que ella ha claudicado ante fuerzas mayores, cuando para Fitzgerald esto no es así.

Daisy Buchanan no es indecisa, es despreocupada. Ni siquiera su propia hija (Pam, de la que habla cuatro líneas al comienzo de la novela y sin ni siquiera referirse a ella directamente) le conmueve. Se dedica a flotar como describe Nick al principio de la novela, a ir de acto social en acto social, a colocarse tiaras caras. Escenas cruciales del libro donde la presentan (por ejemplo, cuentan como a ella le gustaba coquetear con los oficiales, y al pasar unos meses de luto por Gatsby lo retoma, o cómo ella sola se sosiega y decide casarse al otro día con Tom sin una madre cruel rompiéndole las cartas), demuestran que su amor por Gatsby no es tanto amor como otro complemento más. Otro lugar por el que flotar y pasárselo bien.

"I hope she'll be a fool--that's the best thing a girl can be in this world, a beautiful little fool... You see, I think everything's terrible anyhow... And I know. I've been everywhere and seen everything and done everything."

La tragedia era inminente. El dolor, la destrucción y el  desperdicio que dejan los ricos como los Buchanan se encarna en el Valle de las Cenizas a la salida de sus ricas casas, donde gran parte de la trama tendrá lugar ante los cansados ojos del doctor T. J. Eckelburg.

Y esto, la película de Luhrmann no lo recoge. Intenta hacer una ópera pop donde las fiestas de Gatsby parecen sacadas de un videoclip de Pitbull y recrearse en un Titanic, cuando aquí lo que se hunde no es un barco sino una cultura entera.

En medio de esta catástrofe, el único que brilla es DiCaprio, que encaja perfectamente en la idea de Gatsby como ser misterioso y ambiguo, conciliador y esperanzado y a la vez aguardando su propia caída anunciada. Llena toda la película igual que llena todo el libro, en su halo de amor, misterio y esperanza. 

El Gran Gatsby de Luhrmann es prescindible y recargado, y aún así, bastante digno de ver. Debe ser porque resuenan frases de Fiztgerald por toda la película, como su final que dice así:

Gatsby creía en la luz verde, en el orgiástico futuro que año tras año retrocede ante nosotros. Se nos escapa en el momento presente, ¡pero qué importa!, mañana correremos más deprisa, nuestros brazos extendidos llegarán más lejos... Y una hermosa mañana...

Y así seguimos adelante, botes contra la corriente, empujados sin descanso hacia el pasado. 

Lou Reed, El Cuervo


"I'm an artist and I can be as egotistical as I want to be"
 Rebel, Rebel que diría Bowie.

I don't know just where i'm going
but i'm gonna try for the kingdom, if i can
'cause it makes me feel like i'm a man
when i put a spike into my vein
and i'll tell ya, things aren't quite the same
when i'm rushing on my run
and i feel just like jesus' son
and i guess that i just don't know


Cantaba el propio Reed en Heroin. Declaración de principios. Necesitaba algo más, y “ya puestos” decidió transformar los cimientos del rock, ser el precursor del punk, del glam rock, del rock independiente, y llevar la poesía de Poe al rock, ¡siempre rock!, siempre inquieto en su noche pavorosa, (le obsesionaba el poema “El Cuervo”).  
  
Para frenar su hiperactividad recibió siendo muy joven varias sesiones de electroshock. Todas esas corrientes alternas no afectaron a su privilegiado talento, y sí se manifestaron en notas musicales  (“si tiene más de tres acordes es jazz” – mencionó en alguna ocasión), a través de unas más que cargadas venas, esa voz fresca y desgarrada, y un sonido roto y único de guitarra. Warhol que no era tonto lo supo ver rápido, era atormentada inspiración en movimiento, y lo captó para su secta. Ahí comienza su leyenda (el primer disco de la Velvet es un hito en la historia rock), que más tarde se agiganta en solitario. Porque Reed no podía ser segundo plato de Nico, aunque esta última fuera maravillosa.

New Yorker hasta la médula y decir basta, de Brooklyn para más señas, hijo de su contracultura, practicante y creador de su underground. Provocador, poeta maldito, depresivo, tierno, brillante, positivo, fosco engendro de la noche oscura (El Cuervo), como un fogonazo de guitarra eléctrica no se puede medir su genialidad.  Nunca pasará de moda su “Walk on the wild side” , su “Sweet Jane”, su “Perfect day” para mí, (su disco Transformer”  es un diamante en el escaparate de la música), el que lo probó lo sabe como diría el otro. Berlín, (hablo de la canción, hablo del album),es otra joya de no sé cuántos quilates, precursora de lo que después haría también magistralmente Tom Waits, es decir, tocarte las entrañas con la voz.
Siento mucho la muerte del genio. En estos casos sobran las palabras, pero las suyas perdurarán, de eso estoy seguro. Queda Lou para rato. Larga vida, larga vida al rock an roll. Descanse en paz maestro.